¿Por qué participar en la empresa familiar?

Participar en el accionariado o en la gestión de una empresa de la propia familia puede proporcionar enormes satisfacciones: en una empresa familiar es más fácil darse cuenta de que la persona debe ser valorada más allá de los resultados que produce, y de que se está administrando un legado que hay que transmitir a la siguiente generación. Todo ello lleva a un mayor compromiso con el proyecto empresarial común, basado en una motivación más elevada que la puramente económica, que permite superar los paradigmas habituales en estrategia corporativa.

Artículo publicado en Newsletter Nº 16 – Septiembre 2006

Participar en una empresa familiar puede proporcionar grandes satisfacciones, mayores y más elevadas que las económicas.
De pronto, el sentimiento derivado de la función social que desarrollan estas organizaciones: aunque en su inmensa mayoría de tamaño pequeño o mediano, las empresas familiares son las grandes protagonistas del desarrollo económico y social. En muchos casos son estas organizaciones las que cubren necesidades básicas de la sociedad.

Estadísticamente, las empresas familiares son las que proporcionan más empleo y las que más contribuyen a elevar el nivel profesional, social y económico de sus empleados y sus familiares. Y en contraste con los vaivenes de grandes corporaciones más o menos anónimas, que hoy están aquí y mañana allá, tienden a aportar mayor estabilidad para sus empleados, clientes y proveedores.

Históricamente, muchas empresas familiares han demostrado su sentido de responsabilidad hacia la sociedad local o regional. Además de crear y mantener puestos de trabajo directos e indirectos, han aportado tiempo y dinero a proyectos sociales valiosos para su entorno, y han atendido demandas que no habían sido cubiertas por las administraciones públicas.

Las personas
En una empresa familiar es más fácil darse cuenta de que la persona debe ser valorada por algo más que por los resultados que produce en un momento determinado. Al menos en vida del fundador, en la empresa familiar las relaciones personales tienen un peso decisivo. Cuando la compañía no ha alcanzado una gran dimensión, el empresario y sus familiares más involucrados en la gestión del negocio todavía conocen personalmente a muchos de los empleados. Y si está bien estructurada, la organización permite aplicar excepciones a la regla general en beneficio de las personas.

En parte esto es así porque en los primeros años de la empresa cada uno dio lo mejor de sí mismo para sacar adelante el negocio: para obtener un buen producto, para conseguir un cliente, para llegar a un nuevo mercado… Desde el puesto que ocupaba cada uno, todos compartieron un espíritu de pioneros, dieron de sí mucho más de lo que era exigible y se sintieron protagonistas de la hazaña de empezar, crecer y sobrevivir.

El líder y los empleados
La relación personal entre empleados y propietarios gestores se manifiesta cuando aparecen dificultades que amenazan la supervivencia de la empresa. En ocasiones es imprescindible cerrar una línea de negocio o una planta o prescindir de algunos empleados para aligerar la plantilla. En las empresas familiares el proceso suele ser menos duro que en otras cuyos accionistas no han estado implicados en la gestión. Los gestores se esfuerzan más y demuestran más imaginación para encontrar maneras de que la racionalización sea lo menos traumática posible.

El fundador, por regla general, desea que sus hijos perpetúen su empresa. Por eso antes o después arbitra los mecanismos para traspasar a sus familiares más directos la propiedad y la gestión de la empresa. En principio, lo que más ilusión le hace al fundador de una compañía es que uno o varios de sus hijos se incorporen a ella, aprendan a dirigir bajo su tutela y acaben sucediéndole al frente de la misma.

Desempeñar la profesión en la empresa en la que uno es o será accionista es como trabajar para uno mismo. Incluso cuando la propiedad pertenece a varias generaciones o familias. Haya más o menos puestos intermediarios entre el suyo y la junta de accionistas, de alguna manera uno se considera su propio jefe. Considerarse dueño de parte de la empresa en que uno trabaja es una fuente adicional de motivación. En el aspecto más material, porque uno sabe que si la compañía va bien aumentará sus ingresos o su patrimonio vía dividendo o revalorización de las acciones. Pero hay más motivos.

Son distintas las perspectivas laborales de un asalariado y de un empleado que pertenece a la familia propietaria. Éste último tiene una idea de lo que se espera de él a medio y largo plazo. En principio se le exige a él más que a un empleado ajeno a la propiedad, pero el afectado es consciente de que contará con el apoyo de su familia y, aunque sea difusamente, sabe qué probabilidades tiene de alcanzar determinado nivel profesional si responde a las expectativas que sus parientes han depositado en él. Sentirse propietario estimula la responsabilidad y el esfuerzo, refuerza la dedicación y el compromiso. Uno se siente más dispuesto a emplear más tiempo y energía en algo que es suyo.

Tampoco es lo mismo trabajar con unos extraños con quienes en principio uno sólo coincide en la condición de colega (no pocas veces, compitiendo con él) que hacerlo con miembros de la propia familia. La familia comparte una historia y unos valores comunes. La sangre común genera unos vínculos únicos. Uno confía en sus parientes y espera que éstos confíen en uno. El afecto lleva a enfocar las relaciones con una perspectiva más elevada que la puramente económica, y con un horizonte temporal más amplio, respecto al pasado y también hacia el futuro.

Conforme pasan los años y se va consolidando el prestigio de la compañía, surge un nuevo factor que estimula la buena marcha de la empresa: lo que está en juego es el honor de la familia. Se hace muy vivo un legítimo orgullo, el deseo de estar a la altura y no defraudar ni mancillar la herencia y el buen nombre de los antepasados.

Eso se traduce en interés por ofrecer calidad, en atención cordial y esmerada a clientes. Es frecuente que las empresas familiares sean las que mejor y más rápido se adaptan a las necesidades de los clientes. Sobre todo en sus primeros estadios, en las que son de dimensión muy manejable, es muy fácil tener feedback. También cuesta menos reconocer errores y cambios de tendencia en el mercado y hay mayor flexibilidad para reaccionar. Las compañías suelen estar poco burocratizadas y todos tienen claro quién manda y hasta dónde llegan las atribuciones de cada uno. No hay necesidad de hacer consultas formales a otros niveles jerárquicos que suponen una pérdida de tiempo. Puede ser suficiente con una llamada telefónica, o con entrar un momento al despacho del fondo del pasillo sin temor a interrumpir. Esto permite adoptar decisiones con rapidez. En ello les va la vida, porque los recursos financieros de que disponen son limitados.

En las primeras etapas de crecimiento, es muy cercana la proximidad entre la empresa y sus proveedores y clientes. Éstos han sido testigos y en parte protagonistas de la lucha de los pioneros por abrirse camino. Los clientes han participado de la ilusión del recién llegado, han visto sus esfuerzos por satisfacerlas expectativas que habían generado, por cumplir la promesa de ser mejor que un competidor ya instalado o por ofrecer un servicio o producto de valor que suponían una novedad en el mercado. Muchos clientes, que también son empresas familiares, han recompensado con su lealtad esa actitud positiva hacia ellos.

Por su parte, a veces la empresa ha financiado temporalmente a clientes en dificultades: ‘ya me pagarás cuando puedas’. O han adelantado el pago a un proveedor que tenía un problema coyuntural de liquidez. Se han generado una complicidad que va más allá de las consideraciones económicas.
En general, en la empresa familiar se vive con austeridad. En las empresas con accionariado más disperso y anónimo, los directivos tienden a considerar imprescindible un nivel de gastos de representación e imagen superiores a los que son estrictamente necesarios. Las manifestaciones más evidentes pueden ser las dimensiones y la decoración del despacho, el lugar en que está ubicada la sede central, el modo de viajar… Cuando no tienen una clara repercusión en un aumento de las ventas, son gastos que afectan negativamente a la cuenta de resultados de la empresa. Los gestores que a la vez son accionistas no olvidan que los gastos suntuarios reducen el futuro beneficio distribuible, es decir, los recursos propios de la compañía o el dividendo para el accionista.

En la empresa familiar hay conciencia de que se está administrando un legado que hay que transmitir a la siguiente generación. Eso lleva a superar los paradigmas habituales en estrategia corporativa. Una de las consecuencias es la prudencia. El riesgo, inherente a la vida de la empresa, está más calculado: uno no está dispuesto a jugar con el porvenir de su cónyuge e hijos. En una línea parecida, los empresarios familiares acostumbran a tener una visión a más largo plazo que las demás compañías, sobre todo de las que cotizan en bolsa.

En una empresa gestionada por la familia propietaria, se conocen bien los puntos fuertes y débiles. La historia de aciertos y errores se transmite de padres a hijos. Se tienen identificadas las potencialidades y limitaciones de cada uno de los miembros de la familia que ocupan puestos de dirección. Hay experiencia acumulada sobre el mejor modo de abordar las cuestiones que pueden ser problemáticas. El afán de preservar la armonía familiar puede pesar incluso más que el interés por la eficacia empresarial.

En definitiva, por su naturaleza familiar, estas empresas pueden tener dos grupos de fortalezas esenciales y diferenciales, basadas en la unidad de la familia y en el compromiso con el proyecto empresarial. La unidad entre las personas, la armonía entre sus preferencias y modos de hacer, logran que se den intereses comunes entre los diferentes miembros de la familia propietaria, trabajen o no en la empresa. También facilita que haya una autoridad reconocida, en un clima de elevada confianza que, a su vez, evita las luchas por el poder y las segundas intenciones. Si hay unidad y confianza, la información se transmite con facilidad: la comunicación es intensa, fluida y sin barreras innecesarias. Cuando todos los interesados actúan con honradez y juego limpio, no hay nada que esconder. En la familia las diferencias se solucionan por medio del consenso, no de la confrontación. Porque en una familia unida, las relaciones se fundamentan en la confianza.

Junto a la unidad, la otra fuente específica de fortaleza es el compromiso compartido con el proyecto empresarial. De un modo explícito o difuso, todos se sienten implicados y están dispuestos una prestar dedicación intensa y prolongada para conseguir un bien conjunto. Esa buena voluntad se manifiesta, por ejemplo, en la autoexigencia. Como ocurre en los equipos deportivos bien conjuntados, todos los miembros se esfuerzan al máximo para obtener el mejor resultado, independientemente del papel que le toca desempeñar a cada uno. Entre los participantes de un equipo en el que reina la deportividad, el reto para hacerlo cada vez mejor está en el ambiente. Cada uno se sacrifica sin reclamar a cambio más de lo que se considera adecuado y acepta el liderazgo establecido en cada momento. Cuando el equipo está bien engranado, durante la competición se arrinconan las diferencias que pueda haber (y hay) entre uno y otro deportistas en cuanto a protagonismo, retribución económica, perspectivas de futuro o esfuerzo relativo de cada uno. Esas lógicas discrepancias se dejan para discutirlas en el momento y el ámbito apropiado. Ese compromiso con el proyecto empresarial común es una forma de motivación intensa y más elevada que las puramente económicas.